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miércoles, 8 de octubre de 2008

LAS MORADAS

Aquel día, sinceramente me sentía deprimida; llevaba un tiempo algo hundida, no había nada que me saliera bien y los problemas me desesperaban. Ni leyendo conseguía animarme. En esta situación, me decidí a llamar a una amiga, porque para eso están las amigas, ¿no? Quedamos para tomar un café, y como el ambiente siempre ayuda, elegimos para el encuentro un local precioso que hay en el centro de mi ciudad.

El cartel de la puerta es lacado, de color verde, con las letras doradas y negras de estilo gótico. Nada más entrar, nos encontramos con un aparador donde hay por lo menos diez muestras de café de diferentes lugares del mundo, que desprenden un olor que impregna todo el lugar. Las paredes están decoradas con carteles de principios del siglo veinte, de Ramón Casas y otros autores de la época. Las mesas son de madera con un mármol de color crema con aguas marrones, que le dan un aire antiguo que te hace retroceder varias décadas atrás. En este ambiente, experimentaba una sensación de trasladarme a una época, en la que los artistas se reunían en sitios como aquél y se dedicaban a reflexionar sobre arte, política y otras cuestiones difíciles de entender para los ciudadanos de a pie. Yo miraba a mi amiga deseando explicarle cómo me encontraba. Al principio me costaba comenzar; pero después, poco a poco, le fui contando mis sentimientos, de lo vacía que me sentía por dentro y con muy pocas ganas de vivir. Ella me escuchaba con atención, lo que me daba ánimos para continuar vomitando aquello que me mataba. En un determinado momento, mi amiga me miró muy fija y me dijo:

—¿Por qué no pruebas de ir a un psicólogo?

—Tonterías, no me puede ayudar, yo sola he de salir de ésta.

—Bien, no estoy de acuerdo; aunque respeto tu decisión.

—Y... ¿qué me aconsejas?

—Hombre, si no es un psicólogo, puede ser que algún libro fuera la solución.

—Es que no tengo ganas de leer.

—Mira, yo creo que si lees algún libro espiritual, quizás te puedas encontrar contigo misma.

—¿Ah, sí?

—A mí me fue muy bien y la verdad es que no soy muy religiosa; pero este libro va más allá de lo estrictamente doctrinal.

—¿Y cuál es, si se puede saber?

—“Las Moradas” de Santa Teresa.

—¿Santa Teresa? ¡Huy, no sé!

—Tú prueba y ya me dirás.

Yo me quedé un poco perpleja; no obstante, cuando llegué a casa me puse a meditar aquella propuesta. Había ojeado alguna vez la Biblia; y la verdad es que no me atraía mucho el tema; aunque si mi amiga del alma me lo recomendaba, no creo que lo hiciera por fastidiarme, así es que decidí comprármelo.

Cuando empecé a leer “Las Moradas” me costaba mucho entrar, a pesar de que la santa utiliza un lenguaje bastante coloquial e intenta explicarse poniendo ejemplos sencillos, para que todo el mundo lo entendiera. Poco a poco me di cuenta de que aquella mujer buscaba lo que yo, y a pesar de que ella lo llamara Dios, en realidad una deseaba encontrar aquel mundo interior que estaba tan escondido que ni yo misma sabía que existía. Hablaba mucho del silencio para poder escuchar aquella voz que habitaba en la profundidad de la persona. En realidad, a mí el silencio me daba miedo, mucho miedo; quizás porque podía descubrir algo que tenía muy adentro, que no me iba a gustar en absoluto. En aquel libro, Teresa incidía mucho en la oración, no como nos imaginamos, juntar las manos y rezar; no, eso no, orar es otra cosa, ella dice que es hablar con aquel amigo que sabemos que nos ama. Nunca lo había visto así. Poco a poco me sumergí en aquella obra que poseía tantos matices. La verdad es que aquella mujer era algo extraordinario, sobre todo para la época que le tocó vivir, donde las mujeres eran sometidas claramente a los hombres. Hablaba de su lucha interior por encontrarse a sí misma y, lo más importante, el descubrimiento de otra manera de estar con Dios, no solamente de una forma tradicional, infundiéndonos miedo, ya que por entonces se pensaba en un Dios castigador. Ella veía a este “Ser Divino” como un amigo, que era amor y que lo podías encontrar en cualquier parte, incluso como muchas veces observaba, entre los pucheros. Cada párrafo de aquel libro era un hallazgo mayor, por el gran paso que representaba el transitar de una morada a otra, lo que suponía acercarse al castillo donde estaba aquel ser que tanto buscaba: “Dios”. Lo difícil de todo era encontrar aquel momento para poder estar sola y liberarse de todo pensamiento, dejar el cerebro completamente vacío y sentir aquella voz tan esperada. Era cuestión de entrenamiento, ya que resultaba muy complicado que no te vinieran pensamientos de todo tipo, tanto buenos como malos. Yo, que estuve unos años practicando Yoga, he de decir que en el momento de la relajación a veces me dormía y no me servía para nada. Lo que me animaba era descubrir que a ella también le costaba mucho; aunque estaba claro que el ambiente le ayudaba, eso de vivir en un convento da para mucho y lo que es pensar seguramente se piensa hasta no poder más. Pero bueno, supongo que a una laica como yo tampoco le estaba vetado del todo conseguir alguna morada de esas. Cuando se va acercando a las moradas finales, cada vez le cuesta más no ir hacia atrás y desistir; sin embargo, vale la pena continuar por la recompensa que le espera, la unión total con el Supremo, con la que llegará a un éxtasis inimaginable.

Nunca pensé que un libro religioso me llenara tanto, y a pesar de que al principio de empezar a leerlo imaginé que iba a ser un rollo, poco a poco me imbuí de aquel lenguaje magistral que utiliza Santa Teresa para explicar sus experiencias y acabé cautivada por sus palabras.

Cuando hablé con mi amiga y le di las gracias por la excelente idea que había tenido, me contó que a un amigo suyo, que también se lo leyó, le abrió tanto el corazón que se empezó a interesar por toda su obra y ahora se ha metido a monje. ¡Hombre!, yo creo que no me meteré a monja; pero me ha ayudado más de lo que pensaba. Gracias a él estoy saliendo de la depresión y los problemas los afronto de otra manera, intento no estresarme, porque no vale la pena hacer mala sangre de las cosas. Esos diez minutos de silencio al día me van de fábula para sentirme relajada y con mejores vibraciones para afrontar los problemas de la vida, que aunque sean muy duros siempre se puede salir de ellos.

Tal vez si hubiera ido al psicólogo también me hubiera ayudado a encontrarme mejor; pero ahora estoy muy contenta de haberlo hecho a mi manera, y sobre todo con la ayuda inestimable de mi amiga, que ya lo dice el refrán: “Quien tiene una amiga tiene un tesoro”.